Con tan sólo 51 años Arturo Pérez Reverte fue propuesto, en el 2001, como candidato a ocupar la «T» en la Real Academia de la Lengua Española.
Tan sólo 51 años, tan sólo 8 años de experiencia en el oficio de «novelista» y títulos que ya forman parte del imaginario literario en lengua castellana: «El maestro de esgrima» en 1988, «La tabla de Flandes» en el 90, «El club Dumas» en el 93, «Territorio Comanche» en el 94, «El capitán Alatriste» en el 96, «La carta esférica» en el 2000…
«Un asunto de honor», sin duda alguna, obra menor en la bibliografía de Reverte, apareció en formato libro en 1995, apenas unos meses antes que su versión cinematográfica «Cachito» firmada por Enrique Urbizu también en 1995.
A diferencia de los grandes relatos que todos asociamos a Reverte, «Un asunto de honor» es apenas una novela corta, un relato de apenas unas 90 páginas en letra XXL. Una historia sencillita, un divertimento, de fácil y agradable lectura.
«Un asunto de honor» podría ser tranquilamente una versión más bien discreta, y seguro que sin pretensiones, de la Cenicienta. Una chiquilla maltratada, infravalorada y con la honra,(vamos a llamarlo así), en peligro, rescatada justo a tiempo por un prícipe de pelo en pecho, amor de madre, gran corazón y, para más señas, camionero andaluz.
Una versión «made in Spain» que no sería tal si no apareciera una malo sin alma pero con botella de soberano y rastrero como una mala cosa.
El camionero que además de camionero y de buena persona es también un poco escritor, o al menos un poco contador de historias, es quien nos explica, en primerísima persona, el cuento de su aventura. Y como tal, con una coherencia irrepochable, Reverte dota al chaval de un vocabulario de calle, algo chabacano, populista y facilón pero comprensible hasta por las piedras.
Pocos personajes y perfectamente estereotipados, la cenicienta buena, la madrastra envidiosa, el principito guapo y la bruja de la manzana disfrazada de malo.
Una historia previsible por los cuatro costados y aunque estrictamente hablando sería una historia posible, a todas luces resulta claramente inverosímil lo que no hace sino redundar en ese cierto ambiente fantasioso que envuelve los cuentos de príncipes y princesitas.
La cuestión es: ¿cómo un Arturo Pérez Reverte se entretiene con una novelita menor tan poco revertiana? La respuesta nos la ofrece el propio autor en elcapitanalatriste.com:
«Fue a los postres [en una cena de Reverte con el productor de cine Antonio Cardenal y su machaca ejecutiva Marta Murube] cuando se me ocurrió la cosa. (…) vi de pronto la historia mirándome allí, sobre el mantel: un fulano en un camión, hacia el sur, con camiseta y tejanos, y un yogurcito joven de ojos grandes, a su lado. Bares de carretera y faros de automóviles, una persecución, y una playa con el viento agitando el cabello de ella. Antonio seguía contándome no se qué, pero yo no lo escuchaba. Se me había ido la olla junto al camionero y la niña, y acababa de agregarles tres malos muy de caricatura, que los perseguían para darle emoción a la cosa. Muchas peripecias, peleas, entradas y salidas, la niña tierna que era sabia como todas las mujeres lo son, por instinto; y el chico duro que en el fondo era un infeliz buscándose la ruina. Algo así como érase una vez un yogurcito dulce por fuera y un camionero tierno por dentro que se enamora de ella y se la lleva -o en realidad la sigue-, hasta el final, sabiendo de antemano que el precio va a ser condenadamente alto. Una historia de amor, de carretera. Y de soledad, y ternura. Y de valor, y de coraje, y de muerte. Pero con final feliz».
Reverte, además, deja claro el por qué del formato… «Y me puse a ello, dispuesto a hacer por primera vez en mi vida algo directamente destinado al cine. Se daba la feliz casualidad de que por aquellas fechas Juan Cruz, mi editor de Alfaguara, quería un relato corto, por entregas, para publicar en agosto en el diario El País. El año anterior ya nos habíamos estrenado con La sombra del águila, y Juan estaba dispuesto a repetir folletín, con intención de sacar después la historia en forma de libro…»
Está claro pues. Vayamos a la película que, contra pronóstico, es harina de otro costal.
Una chiquilla vive con su abuela, perdidas en la sierra. Al morir la anciana, la cría emprende viaje (a lo «mi mono Amelio y yo») en busca de su mamá. A través de una carta añeja aterriza, llevada en volandas por nuestro héroe-camionero, en un puticlú de carretera.
La madre no está y encima la chiquilla tiene la mala fortuna de ser clichada por el chulo de turno que quiere sacar provecho de su virginidad para disfrute propio y ajeno. Y bueno, el héroe-camionero que nuevamente irrumpe en escena y la secuestra, justo antes del fatal momento, desencadenando una andalucía-road-movie de clase B que acaba como el rosario de la auroran en la presa de un pantano que bien podría estar en el norte de Palencia y que no cuadra con la historia ni en broma.
Resumido así, el guión aún aparenta un cierto paralelismo con el relato, pero no: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. El guión de «Cachito», además del relato del propio Reverte, necesitó de hasta cuatro guionistas más que, a juzgar por el resultado de la cinta, no se pusieron demasiado de acuerdo.
Y es que, si el relato es un guiño facilón a la vieja historia del príncipe que rescata a su correspondiente princesita encerrada, «Cachito» se sale por la tangente e introduce escenas tan extremadamente «peliculeras», tan excesivamente ficcionadas, que pierden toda credibilidad.
La película empieza mal, con los actores fríos podríamos decir. Sancho Gracia, nuestro «Loopy de Loop» serrano, entra en escena dando bandazos con un Mercedes cochambroso e interpretando una borrachera que no se cree ni el apuntador. La chiquilla, Amara Carmona, en sus primeras escenas, es lo más parecido al «osito Bubu» en versión femenina: sosa, pánfila… ¿le pasa algo?…
Salvo alguna escena, yo diría que puntual, a Amara Carmona no se le pasa el frío en toda la película… sin embargo uno no llega a estar muy seguro si es que la chica no entra en la película por falta de experiencia en la interpretación o, y quizá sea más probable, porque tiene la consigna de imitar, más que interpretar, una cría de siete años para parecer una de diecisiete.
Bueno. Las putas del local parecen sacadas de un baile de disfraces y menos mal que Aitor Mazo interpreta tan bien su papel de subnormal que incluso lo parece. Igualmente en su papel, que es como tiene que ser, anda nuestro héroe de pelo en pecho, Jorge Perugorría, personaje amable, casi entrañable, y de constante buen hacer a lo largo de toda la cinta.
Por suerte Sancho Gracia se crece a medida que avanzan los metros e incluso nos regala algunas escenas interesantes que, diría yo, salva lo poco que de salvable tiene la película, con la colaboración, no se me olvide, de Aitor Mazo y la señora Pilar Bardem, impecable durante sus 15 o 20 segundos.
Pero claro, otra historia es la que explica el maestro Reverte sobre «su» película, y a ella, una vez más, me remito:
«Por fin, una mañana en que el viento levantaba espuma a las olas, vi a Jorge Perugorría y a Amara Carmona amanecer en la cabina del camión, en una playa del sur. Y ella abrió esos ojos grandes y negros que tiene y dijo: «el mar». Y Manolo Jarales Campos la miraba con la misma ternura que en el texto que yo había escrito año y medio antes, imaginando esa misma mirada. Y Trocito sonreía con una sonrisa idéntica a la que yo había puesto en sus labios. Y me dije que sí, que el cine te gasta a menudo bromas pesadas. Pero a veces una mujer, una actriz, una mirada, un amanecer filmado por un equipo de gente silenciosa tras una cámara, pueden encarnar con absoluta precisión, con fidelidad, el momento mágico, fugaz, de la historia que una vez soñaste.
Y señores del jurado… más y mejor información en:
http://www.capitanalatriste.com/escritor.html?s=cementerio/ce_cachito